CUENTO
UNA
LUZ EN LA NOCHE
Una colina verde. Un pueblecito. Un
punto blanco insignificante con sus casas recortadas sobre la ladera como de
cartón verde. Un arroyo corre cantarín por sus flancos, ciñe al pueblo con su
cinturón de plata, haciéndolo más alto y más esbelto.
El viento de Sierra Nevada bajaba
por los montes al galope, y clavaba puñales de frío.
Se colaba
silbando entre las rendijas de las puertas y ventanas. Algunos caminantes se
embozaban en felpudas bufandas y encogían el cuello como ave que se resguarda…
-“Aquí me tienes. Tú sabes…” Sus
dientes se apretaron. Se alargaron sus labios como raja de melón en un ictus de
impotencia.
Atardecer sombrío.
El sol derrotado y cabizbajo va a morir entre nubes en un lecho de sangre.
El polvo que han
levantado sus mesnadas ha cubierto el atardecer: a las nubecillas suaves y
deshilachadas les han sucedido algodonadas nubes que han tapado la ventana a la
luna. Es de noche cerrada. Callada. Sin pestañeos de estrellas. Sin luz que
bruña el arroyuelo. Triste en el alma para Juan. Negra y fría en todo.
Por la empinada
cuesta que lleva a la iglesia, un hombre se mueve impaciente en la oscuridad de
la noche.
-Qué sí, hombre,
que sí…Si lo sabré yo. El que, como un fantasma, acaba de pasar es Juan; Juan
el sacristán, subirá a cerrar la iglesia…
Los dos hombres
se perdieron tras la esquina, igual que sus palabras llevadas por el viento.
En un recodo del camino, sentada en
la ladera, como novia de piedra, aparece la iglesia.
Su torre es como
un desnudo brazo de piedra que esbelto se alarga hasta pinchar con su veleta el
negro globo de las nubes. Es como una flecha en ascensión a lo divino. Como un
suspiro de oración, petrificada por los siglos, que se eleva al cielo. Como los
suspiros de Juan, dardos que se clavan en el aire impasible.
Juan corona la
cuesta. Llega al pórtico gótico. Cuarenta y cinco veces el hombre barbudo del
tiempo ha echado adelante las manecillas del reloj de su vida, para empezar de
nuevo.
En su frente
asoman los primeros surcos que ha dejado el arado del tiempo. Su gesto está hoy
contraído por una mueca dolorosa. Sufre. Lo dicen sus ojos hundidos, su
demudado rostro, su llanto retenido.
Juan es el
alguacil, enterrador y sacristán del pueblo. Con esto y otras cosillas va
tirando.
Una cruz especial
que pesa terriblemente sobre sus hombros viene a sumársele hoy…Como todas las
noches sube en silencio al templo. El dolor le da punzadas en su espíritu. Va a
cerrar y marcharse. Pero hay algo que hoy le detiene, necesita desahogarse.
Vaciar su alma.
Entra. El corazón
le papita como caballo desbocado. Se sienta en un banco. No es de los que
decimos “beatos”, pero hay algo que hoy le impulsa a quedarse. La lamparilla
proyecta su luz, en titubeos somnolientos, ademanes y sombras que se retuercen
sobe la blanca pared. Se alargan impotentes desperezándose. También el dolor de
su alma se retuerce. Mis cruces…mi cruz…Los ojos desencajados, cárdenos. Los
labios trémulos, lívidos. Las manos temblorosas, indecisas. Se estremece todo su cuerpo…
Es la lucha. La
lucha de lo intrascendente con lo trascendente. Del tiempo con lo eterno.
De la vida con
la muerte…Presa del desaliento deja caer su dolorida cabeza en el cuenco
tembloroso de sus manos.
-¿Para qué vivir? ¿Para vivir de
esta manera? Hoy que los músculos han vencido al verdadero espíritu y lo han
subyugado al “espíritu técnico”. Hoy que el hiperculto corporal sigue el
prurito de los eczemas del alma. Hoy que a la palabra de comprensión ha
sustituido el bronco gritar de los motores, como una tos del diablo. Hoy, el
histerismo del terror bate moneda. Hoy, el tableteo de las metralletas
disparadas por el gatillo de la ambición horada hasta la muerte los oídos de la
humanidad.¡Miope hombre¡. Vió la luz del progreso allá en lo alto y, con
ímpetu, se lanzó a ella, pero sus alas de cristal se rompieron contra el
huracán del tecnicismo.
-“Son demasiadas
cruces”, musitó Juan. Sobre todo la cruz que paradójicamente me carga hoy la
vida. Dijo esto sorbiéndose el llanto.
El viento soplaba y silbaba por entre las rendijas
de puertas y ventanas, como flauta fúnebre en el lúgubre misterio de la noche. Un
golpe de viento silbante se coló por el roto de una vidriera, como burlándose
con su lamento. Lamento contra lamento.
Al levantar la cabeza, vio que el viento había
corrido la cortina de nubes y que la
luna colaba un fino rayo, abriendo un camino de plata hasta su banco, como
rocío de frescura y esperanza que invitaba a subir por él hasta lo trascendente…
Misteriosamente
esa luz tonifica a Juan, lo reconforta, es como si ensartara todo su dolor y lo
pusiese a secar al sol de la esperanza.
Sea como fuera, Juan comenzó a
sentirse mejor, su dolor a disiparse. A sentir la calma.
El dolor se le
partió en dos dentro del pecho y lo expulsó con un profundo y largo suspiro.
Resonó en la
bóveda como un grito de alivio. Era su liberación. Aceptaba, por fin, esas
cruces cotidianas y la que, especialmente hoy le aquejaba: su hijita. Su hija
había muerto. Aquella cara rosada de ángel, sus cabellos de oro, su honda
sonrisa contagiosa, su hija, ya no podía sonreírle. Era ya un espectro frío,
indefinido, errante por los astros. Hacía un día que la guadaña esquelética
había segado el hilo tenue y joven de su vida….
El interrogante
seguía punzándole la mente, pero ahora con menos puntos suspensivos.
Se oyó el
chirrido de un oxidado cerrojo que cerraba la puerta del templo, arrancando un
ruido lastimero al silencio de la noche. Juan salió pesadamente del templo, y
comenzó a descender la escalinata camino a casa. Hace unos momentos toda esa baraúnda
de pensamientos le daba vueltas y lo ahogaba. Era una cadena interminable cuyo
último eslabón enlazaba con la muerte de su hijita. Quisiera haber arreglado
todo de una vez, encontrar sentido al sinsentido. Solucionarlo, sin más, de un
brochazo pintado en el misterioso lienzo de la vida. Pero le daba vueltas todo,
las sombras, los recuerdos, la luna bailando a su alrededor una canción de luto,
las calles, las casas…todo. Intentaba comprender y no comprendía, pero volvía a
casa más sosegado y tranquilo, después de haber hablado en alta voz consigo
mismo…
La escena algo
había cambiado. Marchaba tranquilo. La mueca de su dolor era apagada. No era
ahora un rasgo tirante de impotencia. Era como un clavel en la noche, con sus
pétalos recogidos y cerrados, pero firmes. Lucían las estrellas que guiaban su
camino con guiños caprichosos. Se asomaban a su paso a verle, guiñaban su ojo y
se escondían, como un juego de niños. La luna, disco de plata, se reflejaba en
el arroyuelo, que cantaba sus penas al aire fresco. Un movimiento de barcarola
creado por el viento hacía bailar a la luna sobre las plateadas aguas… La noche
oscura,
fría y triste se
había convertido mágicamente en luminosa y tranquila. Noche al fin, pero
cuajada de estrellas de plata, que para Juan fueron como augurio de una nueva y
esperanzada etapa en su vida.
Juan bajaba
consigo un puñado de estrellas en su corazón, sementera de luces de conformidad
y sentido real de la vida. La vida es como es y no como queremos-se iba
diciendo-, sino como viene, y con ella tenemos que RECONCILIARNOS.
Era la luz en la noche, la luz de
una sombra. La luz de su conciencia.
Pseudónimo: “PINTOR DE PALABRAS”
José-Miguel
Fernández
(Agustino Recoleto)